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La pasada noche fui al Teatre del Liceu a ver la ópera Luisa Miller de Verdi. Se trata de una ópera tópica, con una puesta en escena tipo Sonrisas y lágrimas, y un final romántico donde muere envenenado hasta el director de orquesta. Lo mejor fue el tenor, un venezolano de barriga bodeguera y voz potente como un vaso de tintorro. En el primer acto, estuve sentado en el Gallinero del Teatro, con las piernas como muñones y con mi cuerpo en posición fetal. Dadas las circunstancias, en el siguiente acto decidí bajar a las selectas butacas del anfiteatro. Y, acto seguido, me acomodé, discretamente, entre abuelas pudientes, burguesas de geriátrico, en un Imserso de lujo. Y así, como un nieto más, disfruté de la visión total (en un sentido figurado y físico) del drama lírico, como en una pantalla de LCD de cuarenta y dos pulgadas. Disfrutar de la ópera es una cuestión ergonómica. Carles Valls dixit.