Hay momentos en la vida en que un hombre necesita devorar un pollo asado. Eso es lo que me ha pasado. Hoy al mediodía he tenido un deseo atávico de comer pollo asado, en plan salvaje, como reacción a la comida minimalista y desnaturalizada que ingiero cada día. Por eso he ido al Pollo Rico, un gallinero más que un bar, situado en el Raval barcelonés, donde me sirvieron con celeridad medio pollo con patatas en una barra en estado de descomposición humana y alimenticia. En Pollo Rico, se me abrió el apetito caníbal, observando la camaradería obscena y de mal gusto de los camareros apollados, y los pintorescos clientes amendigados de modales antropófagos. Y, absorbiendo el penetrante hedor del asador de pollo, imbuido por un ambiente de hambre canina de los presentes, devoré felinamente medio pollo como si fuese un neardental, con la felicidad antropológica de mis ancestros de las cavernas. Porque hoy he sentido que comía lo que había cazado. Carles Valls dixit.