En el Teatre Liceu subían el telón con la opera "Muerte en Venecia" de Benjamin Britten, basada en el famoso libro de Thomas Mann (que no he leído). La opera gira en torno a un reconocido escritor, ya caduco, sin inspiración, que se va de viaje a Venecia, en busca de la belleza masculina y de su talento perdido, y acaba estirando la pierna junto a las góndolas (nada que ver con la visión colorista y alegre de Venecia que tenía yo). Un argumento lírico ideal para tragarse un viernes por la tarde después de salir de trabajo. Aguanté el primer acto heroicamente (noventa minutos). Luego dije basta y me marché del teatro en busca de la vitalidad ramblera. Cuando salí del templo de terciopelo me fije en las caras del público presente, caras apesadumbradas, de hastío y de dolor de cabeza. Tenía la impresión de haber asistido a un funeral y estuve tentado de dar el pesame a los melómanos. Pero, claro, el masoquismo forma parte del intrínseco disfrute de la opera, sobretodo, si te has gastado un dineral en las entradas. Carles Valls dixit.