Hoy fui a comer a un típico restaurante chino. Tuve un antojo mandarín y, como tenía un hambre asiática, decidí ir a uno de los relucientes restaurantes chinos. Echaba de menos el kinder sorpresa del rollo primavera, contar los escasos guisantes del arroz dos delicias y medio, o descubrir una textura nueva del pollo con el crujir de una almendra solitaria. Y para rematar el ágape, me apetecía volver a succionar ese pequeño flan saltarín. Pedí el menú popular y una china sonriente me fue trayendo las bandejitas con esos manjares exóticos. Finalmente, al terminar el almuerzo tuve una serie de sensaciones orientales: volví a sentir en mi estómago las patadas del rollo (ya de veraneo), una tormenta de chapapote de soja , las patas del pollo golpeando la muralla de mi vientre. En resumen, volví a sentir esa digestión que hace achinar tu barriga y te recuerda que comistes en un chino. El estómago también tiene derecho de admisión alimenticio. Carles Valls dixit.